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El último judío

Ariel Magnus26 de enero de 2013

¿Es la religión la única forma de preservar la tradición judía? El escritor argentino de origen judío Ariel Magnus piensa que no necesariamente, y explica cómo la alegre asimilación puede convertirse en una triste carga.

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Imagen: DW

“Te mandamos a un grupo religioso para que pudieses desarrollar tu identidad”. Esto fue lo que mi padre me dijo cuando, poco después de la celebración de mi Bar Mitzvah, le anuncié que iba a dejar de ir al templo. Tal como lo entiendo hoy, creo que se trataba más bien de una explicación para él mismo que para su hijo.

Antepasados europeos

Mi padre pertenece a la primera generación de emigrantes judíos alemanes en Argentina y la cuestión de la identidad debía de ser un tema complejo para él. No obstante, seguramente no era un asunto tan apremiante como para mi madre, que también tenía padres de origen germano-judío y a su vez había emigrado de Brasil a Argentina para casarse con mi padre. Para distanciarse de una identidad alemana que resultaba familiar pero que, por razones obvias, se había vuelto extraña a la vez, y no verse completamente a merced de la acogedora pero ajena cultura sudamericana, el judaísmo (la variedad asquenazí, claro, lo que en yiddish se conoce como jecke) ofrecía probablemente una especie de espacio cultural intermedio en el que refugiarse.

En cualquier caso, yo no recuerdo haber tenido nunca una crisis de identidad o el sentimiento de no saber quién soy. Fui educado (predominantemente) como alemán y (en menor medida) como judío, pero siempre me he sentido enteramente argentino. Naturalmente, como un argentino fuertemente influido por la lengua y la cultura alemanas, así como más levemente por la tradicción judía. No obstante, esto no es una excepción: en este país casi todo el mundo tiene antepasados europeos, de modo que los orígenes culturales de cada uno siempre tiñen vistosamente su “esencia argentina” (si es que esto significa algo).

"La Tierra Prometida de nuestros delirios de grandeza"

Todos los judíos argentinos que conozco, y no son pocos, son judíos asimilados. Tan asimilados que a mí, un ateo casado con una mujer no judía (aunque circuncidado y con el estatus de Bar Mitzvah), me llaman “el judío”. Esto da una idea de la escasa difusión de la tradición en esta parte del mundo. El problema es, en efecto, que Argentina es probablemente uno de los países del mundo con más facilidades para la integración. O a la inversa: la variedad de países de donde vienen los inmigrantes es tan grande que el propio país tiene algo de judío en sí mismo. A veces tengo incluso la impresión de que todos los argentinos vivimos de algún modo en la diáspora. Naturalmente, esta sensación se ve reforzada por el mito de que esta pobre y lejana tierra es en realidad un país rico e importante elegido por Dios. Es como si viviéramos, por así decirlo, en “la Tierra Prometida de nuestros delirios de grandeza”.

Alegre asimilación y triste carga

Esta consciente y alegre asimilación genera también un triste sentimiento de culpa. Mis padres no se cansan de decirme que “las tradiciones se pierden irremediablemente si uno no las preserva”. Lo importante para ellos no es lo religioso en sí (Dios es tan extraño para ellos como para mí, y tan extraño como lo fue para sus propios padres), sino los pequeños rituales de la religión: encender velas y beber vino dulce los viernes por la noche, evitar la carne de cerdo (bueno, algunas lonchas de jamón tampoco hacen daño a nadie) y ayunar una vez al año, casarse con judíos y educar a los hijos como judíos. ¿Es tan difícil atenerse voluntariamente a estas antiguas costumbres? No necesariamente si uno encuentra a la mujer adecuada en el propio entorno social. Entonces, ¿cuál es el problema? Sencillamente, la gente no tiene interés, no siente la necesidad profunda de acercarse a la religión.

Asimilación a la inversa

Deutsch-jüdisches Kulturerbe
Ariel Magnus no es el último judío en Argentina, gracias a Dios...Imagen: DW

A pesar de todo, qué no cunda el pánico. Gracias a Dios no soy el último judío en Argentina. Varias sinagogas, numerosas escuelas más o menos confesionales, diferentes clubs deportivos (suficientes para poner en marcha una liga de fútbol judía con tres grupos y en la que yo, por cierto, también he jugado) o incluso una feria de libros judíos garantizan que no sea necesario poner bajo protección la vida judía de Buenos Aires ante el peligro de asimilación. Todo lo contrario: en ningún rincón del mundo hispanohablante son Woody Allen o Sigmund Freud tan queridos como aquí. Esto habla más bien a favor de una especie de asimilación a la inversa, es decir, de una cierta adaptación del país a las tradiciones de sus habitantes judíos. Así sea.

El autor:
Ariel Magnus, nacido en Buenos Aires en 1975, es escritor y traductor. Procede de una familia judía alemana que emigró a Sudamérica por diferentes vías durante el régimen nazi. Ariel Magnus asistió al colegio alemán Pestalozzi de Buenos Aires y estudió en Heidelberg y Berlín entre 1999 y 2005. Escribe para diferentes periódicos, entre ellos el “tageszeitung” (taz). Ha publicado hasta ahora seis novelas (algunas de ellas también están editadas en alemán). Su obra “La Abuela” (2006) narra la historia de su abuela, superviviente del campo de concentración de Auschwitz. En 2007 recibió el premio literario internacional La otra Orilla por “Un chino en bicicleta”, su obra más conocida. Magnus ha escrito expresamente el texto aquí publicado para la Deutsche Welle.

Autor: Ariel Magnus