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El aula

Andrea Batista24 de agosto de 2004
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Faltaban treinta minutos para que sonara el timbre. Miradas susurrantes nadaban en un mar de corbatas azules. Ana escribía en su cuaderno de páginas amarillas. Hoteles, viajes, un auto, una lista de sueños. Luego se sacó los anteojos y los apoyó con lentitud, pero el ruido de carey contra su escritorio resonó en toda el aula. Los alumnos se escondieron aún más en sus pupitres cuando ella los miró con ojo de Gran Hermano. María, en el fondo, dejó caer su carpeta forrada con fotos de Britney Spears y Brad Pitt con la revista del Horóscopo que llevaba dentro. Juan escribía entusiasmado mientras jugaba con la moneda de 50 cent que gastaría en el recreo. Pablo tosió desde la segunda fila tratando de concentrarse en el exámen y de olvidarse de la Euro 2004. De repente, una ventana se abrió bruscamente dejando entrar hojas de otoño y olor a tormenta. La ráfaga agitó las historias de Aquiles y Troya que se escribian en versiones adolescentes. Brilló entonces el primer relámpago seguido de un trueno, como motor de lluvia que arranca. Ana se apuró a cerrar la ventana. Caminó de vuelta hacia el pizarrón al ritmo de la autoridad, la única música que sabía bailar. Nunca había aprendido a caminar invitando al sexo. Todavía recordaba el episodio con su madre durante el desayuno: Cómo que te vas? Si esta es la casa de tu infancia, la casa de tu vida? Se sentó en su escritorio y garabateó en su lista: casa, tiza, kiza, kazaa. Faltaban quince minutos para que sonara el timbre.