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Del dicho al hecho...

28 de agosto de 2002

Las declaraciones del vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, justificando un ataque preventivo contra Irak, vuelven a inquietar a Europa. El canciller alemán criticó el cambio en las metas de Washington.

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Cheney reavivó la polémica con su discurso en un encuentro de veteranos.Imagen: AP

El mundo sería probablemente un lugar más tranquilo sin Saddam Hussein al mando en Irak. Pero de ahí a derivar la necesidad de defenestrarlo mediante una operación militar hay bastante trecho.

Cierto es que Cheney no hizo ninguna revelación inesperada. Ni siquiera es nueva su apreciación de que no bastaría con que Irak autorizara el ingreso de inspectores de armas de la ONU para neutralizar el peligro que de ese país emana. Sin embargo, las palabras del vicepresidente, uno de los hombre más influyentes de Washington, no pueden ser tomadas como mera retórica. Un gobierno no puede darse el lujo de desatar una ofensiva verbal de este calibre, sin tener intención de traducir en algún momento sus palabras en hechos. A menos que quiera correr el riesgo de convertirse en un tigre de papel. Y ese no es el estilo que se le conoce al presidente George Bush.

Discrepancias internas

Algunos analistas estiman que el discurso de Cheney obedeció más bien a la intención de demostrar que la Casa Blanca no se deja amilanar por la creciente oposición interna que encuentran los planes bélicos contra Irak. No sólo entre la opinión pública estadounidense se reduce el apoyo a una invasión; también son cada día más los republicanos de renombre que manifiestan sus reparos. Figuras de la talla de un James Baker (ex-secretario de Estado) o de un Brent Scowcroft (ex consejero de seguridad) han advertido de las graves consecuencias militares y diplomáticas que podría tener un golpe sin la preparación suficiente.

Estas discrepancias en la esfera política de Washington reafirman a los europeos en su actitud de escepticismo. En Alemania, el canciller Gerhard Schröder reiteró su oposición a sumarse a un eventual ataque y criticó duramente el vuelco en la política estadounidense, que abandonó la meta de forzar el ingreso de los inspectores a Irak. También su ministro de Relaciones Exteriores, Joschka Fischer, manifestó dudas en cuanto a que Washington haya analizado a fondo las repercusiones de un ataque, en vista de las crisis no resueltas en la región.

Flaquea el apoyo británico

Mientras París reiteró que la decisión de intervenir en Irak corresponde exclusivamente a la ONU, también en Londres parece flaquear el aliado más firme con que cuenta Bush. Esto, ante el telón de fondo de las últimas encuestas que publica el periódico The Guardian, según las cuales el 52% de los laboristas y el 49% de los conservadores se oponen a que Gran Bretaña apoye una incursión militar contra Saddam Hussein. Un portavoz del gobierno de Tony Blair afirmó presuroso que hay un 100% de coincidencia con Bush en cuanto a la necesidad de resolver el problema de las armas iraquíes de exterminio masivo. Sólo que, acto seguido, expresó su convicción de que Saddam Hussein puede poner fin a la crisis, permitiendo el ingreso de los inspectores extranjeros al país.

Pero ese es, justamente, el punto en el que la Casa Blanca no concuerda con sus aliados europeos. Y, si la guerra sicológica estadounidense se traduce en hechos unilaterales, tal discrepancia no podrá pasarse por alto, por mucho que se proclame unidad al cumplirse el primer aniversario del 11 de septiembre.